02 marzo, 2007

por Nicaragua

La vida en un Festival de Poesía no es precisamente una mirada al país que te recibe. Hay un manto que cubre serenamente lo cotidiano. Hay una sonrisa de fiesta más allá de las carencias que se asoman por las veredas.

Sin embargo Nicaragua surge tímidamente por las grietas del esplendor. Los caminantes distraídos no la ven fácilmente, pero ella tiene un rostro de color tierra que pide a gritos agua que limpie las heridas. Si, porque la guerra se aferra a cada esquina y clava sus dientes en el pueblo. Allí no han pasado los años ni ha venido el progreso. La deuda sigue sin pagarse, o peor aún, sin cobrarse.

El poeta avanza por las calles de una ciudad que tiene la plaza llena de letreros y música. Camina entre puestos de venta de libros, de artesanías y de sexo. Está de fiesta por decreto alcaldicio, pero más allá de la calle de los bares, los habitantes poco saben de escritores, de libros, de alegría. Hay una colección de chicos abandonados que regalan miradas de tristeza. Moisés apenas puede caminar, es un chico de dieciséis años con los pies destrozados por un hongo que devora también su sonrisa. Vive – según dice – en las calles, y pide “una ayudita” para comprar el medicamento que lo puede curar de su mal. Pero su mal verdadero, que es la calle, difícilmente se quitará con una pomada. Una chica le extiende temerosa unos cuántos córdobas y le aconseja que coma, vaya al hospital y se haga atender. Pero Moisés tiene otros planes, que no son precisamente salvarse.

Las noches en el futuro Patrimonio Histórico de la Humanidad no son del todo alegres. Afuera de los bares y restaurantes esperan gentes de todas las edades para pedir la misma “ayudita” y las monedas se dividen entre ancianas, hombres jóvenes y niños que compiten por ganarse la vida a punta de lástima. Su olor rancio persiste hasta que el turista – quien antes dijo no tener – cambie de opinión y se decida a compartir al menos el trago que lleva a medio terminar. Todo vale, un cigarro, un libro que se pueda vender, unas palabras de afecto. Se vive y se muere en el minuto que se tiene al frente un extranjero.

Un extranjero, porque los hermanos nicaragüenses ya no pueden reconocer el extravío. Ya no tienen el alma abierta y tampoco pueden sentir pena por los desamparados. Están envueltos en ese manto de fiesta y nada, nada los hará llorar de pena por Nicaragua.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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